EXPULSARON A FEDERICO ARROQUY

Fede Arroquy, el Tiburón de Trelew, levantó la pelota con su derecha, allá en un costado: una, dos, tres veces. Como últimamente sucede, el rival creyó se trataba de una “cargada” y lo amonestó, y le increpó, y le siguió perdurando el encono, hasta ponerle el pecho, empujarlo, hablarle.
Como sucede con los árbitros inconexos, un tanto petizos, canallas engominados, expulsó a los dos. Y Federico, resignado, esbozó un apenas porqué.
Ibamos ganando seis a cero. Juntó las manos, dio media vuelta, fue hacia el costado.

No hablamos del árbitro, sino del espíritu del arbitraje: y tampoco de esta expulsión, sino del deporte que llega por televisión:

Estaba solo, como las seis de la mañana. Tenía un horizonte plano y podía hablar mal de cualquiera, de cualquier persona. Necesitaba recobrar fuerzas, volver hacia adentro lo que estuvo hipócritamente afuera.
Reconocer la bondad de hielo y sus nubes extendidas. Alejarse de la comunicación, de sus frágiles entuertos, salir del encomillado y de la precisión: lucidez de lobos, de vegetal de Santiago del Estero, estar expulsado como sinónimo, y reconocer claramente la víctima y el victimario.

No hablamos del árbitro, sino de las consecuencias históricas de su espiritualidad:

Y ver al zorro como zorro. Zorro viejo, el que cubre lo horrible. Ver y desenmascarar al que cubre lo horrible de sí mismo. Ojito, mantarraya, cuatro por cuatro. Bebe como oveja en el manto grupal, pero asesta golpes cuando la manada se aleja. Ver al zorro allí donde determina, gigante peluquín.
Ver ahí, aristócrata de barrio, la posición sonrisa del mediterráneo comprador.